viernes, 9 de febrero de 2018

IMAGEN DE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS SEGÚN GRIMMELSHAUSEN PARA COMPRENDER EL ESTADO DE GUERRA CIVIL GLOBAL


Llama la atención la coincidencia existente entre la imagen que describen Deleuze y Guattari con la imagen de la guerra que hizo Grimmelshausen. Para Deleuze y Guattari la imagen del mundo se asemeja a una estructura arbórea caracterizada por ser significante y estar jerarquizada y organizada de acuerdo con la existencia de un poder trascendente. La visión de Deleuze y Guattari permite entender el origen de un estado de guerra a partir del esfuerzo por mantener esa estructura en términos de jerarquía y significado. La visión de Grimmelshausen que se muestra a continuación permite entender de forma más clara el estado de guerra y los actos que de ella se derivan.

Imagen de la Guerra de los Treinta Años de Grimmelshausen en su obra El Aventurero Simplicissimus

“Todos los árboles que rodeaban mi cabaña cambiaron de aspecto. Sobre su copa se sentaba un Caballero y de la ramas colgaban, en vez de hojas, toda clase de personajes> Muchos llevaban largas lanzas; otros mosquetes, fusiles, banderas y pendones, así como tambores y trompetas. Daba gusto verlos con su abigarrado colorido. Las raíces del árbol estaban formadas por gentes pobres: artesanos, jornaleros, muchos campesinos y seres semejantes; ellos precisamente prestaban al árbol su fuerza y, de vez en vez, lo renovaban del todo cuando la perdía por completo. Incluso, para su propia perdición, reemplazaban las hojas caídas. A todo esto gemían, no sin razón, lamentándose de los que sobre ellos se asentaban. Y es que todo el árbol los aplastaba y exprimía de tal manera que les rezumaba todo el dinero de las bolsas, y si algún doblón se resistía, era extraído con el rastrillo del embargo militar; había que ver entonces como, con los doblones salían los sollozos del corazón, las lagrimas de los ojos, la sangre de las uñas y el tuétano de los huesos….”

“Y axial, entre penas y gemidos, era mucho lo que tenían que soportar las raíces de aquel árbol. Las gentes de las ramas inferiores tenían que esforzarse denodadamente para abrirse paso, y aunque eran más desenfadadas que las otras, tenían asimismo temperamentos insolentes, tiránicos, impíos. Para las raíces resultaban los demás una carga en todo momento insoportable. En torno a ellos flotaba una guirnalda con esta leyenda”:

“No importa hambre o sed, frío o calor, trabajo o miseria: violencia y abusos los cometemos los lansquenetes por doquiera”.

“Esta leyenda correspondía en verdad a sus obras: saciarse y embriagarse, padecer hambre y sed, cometer tropelías y yacer con putas, jugar y matraquear, vivir en la disipación, asesinar y ser asesinados, azotar y ser azotados, meterse en cuitas una y otra vez, perseguir y ser perseguidos, robar y ser robados, saquear y ser saqueados, sembrar el pánico por doquiera y cosecharlo, vencer y ser vencidos; en suma causar dolores y sufrir dolorosamente, este era todo su quehacer y todo su vivir. Ni el frío o el calor, ni la nieve o el hielo, ni la lluvia o el viento, ni los montes o valles, campos y pantanos, ni hondonadas, desfiladeros, mares, murallas, agua o fuego, ni padres o hermanos, ni siquiera la perdida de la vida o del cielo podían librarles de tal existencia. No, seguían ardorosamente hasta que sucumbían, morían y se pudrían en batallas, asedios, asaltos, campañas, incluso en los mismos cuarteles… quizá las de aquellos que por no haber matado y robado lo bastante en su mocedad, se convierten a una edad avanzada en los mejores pordioseros y salteadores del país. Inmediatamente, por encima de estos personajes, tenían su asiento antiguos ladronzuelos de gallinas que, tras largos años de dura lucha, se habían librado de las más bajas ramas. La suerte les había preservado hasta entonces de la muerte. Estos tenían un aspecto algo más satisfecho porque habían ascendido un grado más. Pero sobre ellos se encontraban aun otros más pagados… El árbol mostraba después una interrupción o claro: una parte del tronco lisa, libre de ramas, embadurnada con el curioso jabón de la mala suerte. Casi nadie, como no fuera noble, tenía suficiente destreza para subir por aquel punto, tan pulido como una columna de mármol o un espejo de metal bruñido. Por encima estaban los de los escudos y blasones, jóvenes y viejos. A los jóvenes los habían subido sus parientes; los viejos habían ascendido por la escalerilla de plata de la adulación o por cualquier otro medio semejante que los llevara de la carestía a la fortuna. Algo mejor sentados estaban los de encima, pues aunque no dejaban de tener sus penas, trabajos y luchas, disfrutaban de la ventaja de poder engordar sus bolsas con el tocino que cortaban de las raíces merced a un cuchillo llamado contribución. Cuando más contentos se ponían era cuando un recaudador volcaba sobre el árbol para calmar su sed un cubo lleno de dinero. Lo mejor se lo quedaban los de encima; los de abajo recibían tanto como nada. Por eso los que estaban más cerca de tierra solían morir antes de hambre que a manos del enemigo, peligros ambos de los que quedaban exentos los de arriba. De ahí ese incansable afán por trepar. Cada uno quería subir al lugar más elevado, al más feliz. Había tipos taimados, vagos y hasta indignos de comer del pan de munición que tampoco se esforzaban en alcanzar puestos superiores pero que seguían, como los demás, el camino que el deber marcaba. De entre los más ambiciosos de abajo, si entre mil había alguno que alcanzaba el lugar deseado por la caída del otro, era tal el número de años que exigía la lucha que, logrado el objetivo, se veían en una edad más apta para sentarse al lado del hogar que para enfrentarse en batallas. Si, por casualidad, se trataba de un hombre verdaderamente justo y animoso, que se portaba con arrojo ante cualquier peligro, entonces todos le envidiaban y se exponían a perder por una nimiedad el cargo y la vida. Si un oficial tenía un buen sargento hacia lo posible para no perderlo, cosa que ocurría no bien ascendía. Por ello en lugar de los soldados veteranos, ascendían los chupatintas, lavaplatos, tiralevitas, nobles arruinados y demás parásitos hambrones que una vez ascendían robaban la comida de la boca a los dignos soldados”.

“… de pronto observe que todo el país estaba cubierto de árboles semejantes que se agitaban, chocando ruidosamente unos con otros. Aquí y allá caían mozos a montones: uno perdía un brazo, otro una pierna, el mas allá la cabeza. Prestando más atención, me parecieron ser todos juntos un árbol, sobre cuya copa se erguía el dios de la guerra, Marte. Sus ramas cubrían toda Europa y bien podría haber dado sombra a todo el mundo entero. Sin embargo, los odios, la malicia, las envidias, el orgullo y la avaricia, entre otras bellas virtudes a las que sumaban un furioso viento del norte, lo sacudían violentamente hasta hacerlo parecer incluso delgado y transparente, de modo que su aspecto hacia justicia a los versos inscritos en su tronco”:

“La encina azotada y herida por el viento
las ramas se rompen y mueren de sufrimientos.
Las guerras internas y las luchas fraternas
todo lo trastocan y se siguen las penas”.


(1669/2008:50-53 y 56-57).

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